martes, 27 de octubre de 2009

El sujetador

Estoy seguro de que Alonso Quesada soñaba con las tetas de Aldonza Lorenzo, aunque olieran a ajo, total que más da. Cuando veo a una mujer con un pañuelo a la cabeza se me hiela el alma, aunque al final me de cuenta que lo lleva por gusto o por que quiere, como alondras en el alambre. Y lo peor de todo es que muchas se mueren. Por culpa del Zaratán de los cojones.
Un día fui a comprarle a mi mujer un sujetador, yo llevaba la idea de algo insinuante, no, mejor, de algo totalmente transparente, tanto como la mampara de la ducha que yo me empeñe en poner en uno de los cuartos de aseo. En El Corte Ingles en la zona de lencería, me la encontré, no la habia visto desde la universidad, le conté lo que buscaba. Me ayudo a elegir uno delicioso. Ella buscaba tres o cuatro sujetadores para hacerles unos arreglos en otro sitio. Intente elegirle uno de los sujetadores pero me dijo riendo que esos que yo elegía no valían para ella. Como me gusta la risa de Julia. Supuse que dada su abundancia de pecho, los sujetadores mínimos que yo elegía no le servían.
Cuando pagamos en caja me cogió del brazo y me empujo hacia la zona de los aseos.
–Quiero enseñarte una cosa –me dijo mientras me llevaba volando por el pasillo.
–Sabes tu que yo contigo me iría a cualquier sitio, incluso a un lugar donde siempre haga frió.
–A ti, especialmente a ti, que siempre has mirando y elogiando los escotes de las mujeres. Quiero que veas algo.
Cuando ya me había metido empujándome en el aseo de mujeres, sin imaginarme lo que iba a hacer y rapida como un jugador de fútbol que se cambia la camiseta, se levantó el jersey azul cielo de cuello alto que llevaba, sí, como Melany Griffit a Paul Newman, en “Ni un pelo de tonto”. Y allí estaba el pozo donde debía haber una montaña. Cuando vi el pecho mutilado, porque, en serio, llegue a verlo, grandioso, blanco como la leche y coronado como por un pezón-jícara de chocolate buana, la imagen alternaba como el intermitente de un coche o como esas imágenes engañosas y divertidas, ahora una copa, ahora dos mujeres frente a frente, ahora una joven, ahora la cara de una vieja, ahora un pecho, ahora dos, me dieron ganas de ponerme a llorar y no parar hasta morirme, pero aguante como pude y pensando en las amazonas como último consuelo, le bese el pecho inexistente.
Entraron tres dependientas hablando de no se que tipo de blusas ajustadas a la cintura y de sisa italiana o no se que, vieron la escena y no dijeron nada. Yo permanecí abrazado a ella y al final la mojé con mis lágrimas, que corrieron por la cicatriz. El sujetador que compre aquel día sigue envuelto en papel de seda, en su bolsa, guardado en mi mochila, todavia no me he atrevido a regalarselo a mi mujer.