martes, 18 de enero de 2011

Margarita

Mi novia de la infancia la tenía desde párvulos. Ella, me enseñaba siempre de qué color llevaba las bragas y me decía que su padre y su madre se besaban continuamente. Nosotros nos besábamos detrás del armario, donde la seño guardaba las cartulinas, los palillos y el pegamento. Los besos de Margarita sabían a chocolate casi todas las veces, aunque otras sabían a plátano o a mandarina.
A mi padre y a mi madre no los vi besarse nunca.
El novio de la seño merodeaba algunos días por el colegio. Se asomaba por el cristal de la ventana y hacía muecas, como si fuera imbécil, hasta que la seño lo veía. Entonces, la seño se quitaba el babi y se arreglaba el tipo muy deprisa, pero como despacio y salía a la puerta andando de puntillas deprisa, pero como despacio, y entonces se besaban.
Los besos de la seño sabían a caramelo de menta.
Margarita me quería mucho y no podía vivir sin mí. Me hacía los deberes igual que los suyos, y me pintaba de colores los coches y las motos que yo dibujaba en mi libreta de dos rayas. Me daba siempre, aunque yo no quisiera, bocados de su cropan y me decía que cuando fuésemos mayores nos casaríamos y viviríamos juntos para siempre, besándonos a todas horas como sus padres.
Pero, después de mucho tiempo, un día, casi sin darme cuenta, le habían crecido las tetas y ya no quiso saber nada de mí. Me dijo que habíamos roto.
Margarita ya no me enseñaba de qué color llevaba las bragas, ni me hacía los deberes, ni me pintaba mis dibujos y por supuesto ya no me daba besos después de comerse su cropan.
Y yo no sabía qué es lo que se había roto.