lunes, 8 de noviembre de 2010

Antes que cante un gallo

Me ha dado mi hija, sin querer, una patada en la espinilla y de pronto se me ha entristecido el alma hasta el punto de que el dolor no me duele.
Entró por primera vez en clase a media mañana, justo después del recreo, aún andaba por mi boca el sabor de la nocilla, y, cuando ya llevábamos dos meses de curso. Yo recuerdo con exactitud ese momento, eso es lo que creo, porque nada más aparecer por la puerta en compañía del director que nos lo presentó, me soltó el muy cabrón una patada en la espinilla derecha, que se me saltaron las lágrimas.
Su aspecto era impecable, como de no ser el hijoputa que llevaba dentro. Llevaba pantalón vaquero largo, cuando todos íbamos de corto, y unas zapatillas deportivas que no eran de La Tórtola. Su cazadora roja llevaba a la espalda palabras negras en inglés que yo no entendí pero que sí copié letra a letra en mi cuaderno de matemáticas, porque la seño lo sentó delante de mí en una mesa que trajeron de otra clase, “The House of the Baskervilles”.También apunté lo que ponía en sus blancas zapatillas, “Reebok”.
Las lágrimas me las tragué por los ojos y no dije nada a nadie, ni a Joaquín que estaba a mi lado. Quizás ese día repartió más regalos silenciosos como el mío.
Yo no dije nada y nadie dijo nada. Tampoco el día, que a la salida de clase, ató a un perro con un cordel de pita y lo fue arrastrando por todo el Camino de la Fuente, hasta el Cabezo de La Doctrina. Tampoco dijimos ni hicimos nada que no fuera seguirle en sudorosa algarabía cuando decidió ahorcar al pobre perro en el primer pino que se encontró. Yo recuerdo con exactitud, eso es lo que creo, el ojo, solo le veía un ojo, solo veía la mitad de su miedo y tristeza, del condenado animal que me miraba a mí. Y yo no hice nada.
Antes de hacer los exámenes de la tercera evaluación se marchó. Se llamaba Alberto.